domingo, 16 de diciembre de 2018

MARÍA, LA GRAN FIGURA DEL ADVIENTO


photo_home_viens-habiter-parmi-nous.jpg


MARÍA, LA GRAN FIGURA DEL ADVIENTO

Adviento, tiempo de espera y esperanza; porque en el seno de María crece el fermento de una vida nueva: el Hijo del Dios encarnado en su seno toma nuestra propia humanidad. “Dios se hace hombre para que el hombre se convierta en Dios” (San Irineo). “He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, que se llamará Emanuel” (Isaías 7,14).

María vivió el Adviento más profundo y real: la espera esperanzada de una madre encinta que espera impaciente el momento del parto, el momento de dar a luz al esperado de los pueblos, al anunciado por los profetas, al Emanuel, al Dios hecho hombre.

En María culmina la espera de Israel, porque en ella se encarna el anunciado de parte de Dios por los profetas. María abrió su corazón y sus entrañas a la acción del Espíritu Santo en ella. María fue la llena de gracia para vivir intensamente la intimidad divina. “El Señor está contigo”, le dirá el ángel Gabriel (Lc 1,28). La presencia de Dios en ella es su propia identidad. Dios está en ella y con ella. María, siendo una creatura, está tan unida a su Creador que es una misma cosa con él. Ella antes que Pablo pudo exclamar: “No soy yo es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). Cristo vive en María y María vive sumergida en Dios. Si los místicos hablan del matrimonio espiritual, la primera creatura que lo vivió en toda su plenitud fue María. María es la mística por excelencia, el arquetipo de la vida contemplativa. Ella no solamente fue Madre de Jesús en la carne, sino que es la esposa amada del Verbo.

María nos enseña a vivir el verdadero sentido del Adviento desde una dimensión de sencillez, asombro, gratitud, admiración, silencio y contemplación en el niño que lleva en su seno. Aquel que viene, que está a la puerta y llama queriendo nacer en tu corazón, en el mío, en el de todos. San Agustín afirma que María “concibió a Dios en su corazón antes que en su cuerpo.”

María es la acogedora fiel de la Palabra hecha carne. Su propia sangre fue la sangre de Cristo. Por las venas de Cristo corre la sangre de María, Jesús se encarna, por obra del Espíritu Santo, en el seno de una doncella virgen. María hizo posible la primera Navidad. María, la joven maman, fue la primera en acoger el llanto del recién nacido, junto con su esposo

José, de sentir el latido de su tierno corazón y de estrecharlo en su regazo maternal con entrañas de madre y virgen. Años más tarde, también María será quien acoja el último suspiro de su Hijo muriendo en una cruz como un mal hechor. Ella estará al pie de la cruz con la misma fe, firmeza, fortaleza y amor que cuando al ángel Gabriel le anunció: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios. Y he aquí, concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de su padre David (Lc 1,30-32). Ante la evidencia de la muerte de su Hijo, ¿cómo seguir creyendo en las promesas del Ángel? ¡Profunda fe la de María! Pero la cruz, que se presentaba como el final de toda esperanza; para ella apareció como el árbol de la Vida. El cumplimiento del plan salvífico por parte de Dios. En la cruz es donde realmente este Niño nacido en Belén, llamado Emmanuel, Jesús, se manifiesta como el Mesías y el Salvador. En la bajeza de un malhechor, Jesús manifiesta su poder salvífico para toda la Humanidad.

María nos enseña el camino para que Jesús nazca en nuestro proprio seno: fe incondicional en las Promesa de Dios, confianza, entrega y fidelidad al plan de Dios. Pues, Dios para cada uno de sus hijos tiene un plan, un proyecto. María nos enseña a hacer la voluntad del Padre, a ser fiel al plan de Dios. “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Esta podía ser una oración de Adviento. Una oración repetida continuamente para que ella baje a nuestro corazón y anide en él.

En Navidad nace el Emmanuel el Dios con nosotros, un niño, pobre, pequeño y necesitado de cuidados, como todo niño. Numerosos son los hombres y mujeres con los que nos encontramos diariamente, necesitados de pan y de hogar, de cariño y amistad, viviendo sin techo ni esperanza, para quienes el Adviento no tiene ningún sentido; porque tampoco lo tiene la Navidad. Al ejemplo de María, y con su ayuda, sepamos acoger a tantos hermanos nuestro necesitado de los cuidados de un niño, y sepamos arroparlos con nuestra comprensión y amor maternal.

Seamos hombres y mujeres de fe y confianza que transmiten al mundo el júbilo del nacimiento de Jesús, el Mesías, el Salvador. Solamente él puede erradicar tantas y tantas carencias, injusticias y necesidades de todo tipo como hay en el mundo, tanto y tanto llanto y sufrimiento. Ante la realidad concreta de la sociedad que vivimos, sembremos semillas de esperanza y amor para que la Navidad sea una realidad en todos los corazones. Y con María digamos a Dios encarnado: “no tienen vino”, es decir, “no tienen esperanza”. “Viven en la pobreza absoluta”. Dios encarnado, sé tú mismo su esperanza y su gozo, a cógelos en tu regazo y arroparlos con la ternura de tu amor.

Vivir el Adviento a la luz de María conlleva ser personas interiorizadas, silenciosas, orantes y generosas, dándose del todo al Todo, para que él pueda encarnarse en nuestro interior y vivamos en su intimidad, en comunión con nuestros hermanos y hermanas en humanidad, para que seamos hombres y mujeres de paz y concordia. Si así vivimos el Adviento, la Navidad será una realidad en nuestro corazón, en las familias y en nuestra sociedad.
Que María la llena de gracia, la elegida del Padre, para que en ella se cumpla la Promesa, la encarnación del Verbo, nos ayude a vivir el Adviento con los ojos y el corazón puestos en Aquel que llega y nos trae la paz, la justicia y la unidad entre todas las razas y naciones. Nuestra Señora del Adviento, ruega por tus hijos e hijas que a tu protección se acogen.

Sor Carmen Herrero Martínez

miércoles, 10 de octubre de 2018



UN CAMINO MONÁSTICO EN LA CIUDAD

“Un camino monástico en la ciudad.” Este es el título que el traductor español puso al “Libro de Vida” de las Fraternidades Monásticas de Jerusalén[1]. Dicho libro, es el tratado espiritual de las fraternidades. “Un camino monástico en la ciudad,” va muy bien con su carisma: Monjes y monjas en el corazón de la ciudad.”

Las Fraternidades Monásticas de Jerusalén fueron fundadas el día de Todos los Santos en 1975 en la iglesia de Saint-Gervais, París, por el Padre Pierre-Marie Delfieux, con el apoyo del Cardenal Marty (entonces arzobispo de París). Su misión es vivir en el corazón de la ciudad y en el corazón de Dios. Llevar la oración a la ciudad y la ciudad a la oración.

El fundador, Padre Pierre-Marie Delfieux, pasó dos años en la Assekrem, en el Sahara, donde sintió la llamada a crear “en el desierto de las grandes ciudades” un oasis de calma, silencio, acogida, escucha y oración litúrgica y silenciosa. El Espíritu Santo lo condujo para fundar a una nueva forma de vida monástica en el corazón de la ciudad, conforme a las exigencias urbanas de nuestro tiempo. Esta forma de monacato le ha dado a la mujer la igualdad de condiciones que al hombre en lo tocante a la clausura, gobierno y formación, referente a la desigualdad que la historia ha marcado entre monacato masculino y monacato femenino.

Los monjes y monjas celebran juntos la liturgia, sin que por ello se trate de un monacato mixto. El carisma es común y juntos lo transmiten en la celebración litúrgica, oración silenciosa, formación y ciertos proyectos pastorales comunes; pero cada comunidad de hermanos y hermanas tiene su autonomía propia, tanto en la vivienda como en el gobierno, la economía y el discernimiento vocacional. Hermanos y hermanas quieren ser un testimonio de fraternidad desde el respeto común a su propia vocación de consagrados.

Estas fraternidades se entroncan con el cristianismo primitivo. En los Hechos de los Apóstoles leemos que acudían al templo a orar, vivían en comunidad y tenían los bienes en común (Hc 2, 42-46), y esto sin retirarse de la vida cotidiana, pues cada uno tenía su propio trabajo como todo ciudadano.

Su nacimiento el día de Todos los Santos no es algo ocurrido al azar. Es una fecha y fiesta elegida por el fundador dado el significado que ella tiene como llamada universal a la santidad. Esta idea la expresa claramente el Concilio: “Quedan, pues, invitados y aún obligado todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado de vida”  (LG 39-42).

¿Por qué el nombre de Jerusalén? Siendo monjas y monjes urbanos, llevan el nombre de Jerusalén porque Jerusalén es el símbolo de todas las ciudades; el lugar donde Cristo vivió, murió y resucitó; donde la Iglesia fue fundada y donde nacieron las primeras comunidades cristianas. Una ciudad igualmente santa para judíos, cristianos y musulmanes; esperanza y figura de la ciudad celeste hacia la cual todos caminamos.

Otra de las características de las fraternidades de Jerusalén es la llamada a la unidad de los cristianos y al diálogo interreligioso. “Uno de los elementos constitutivos de Jerusalén es también el ecumenismo. El nombre que llevas te recuerda que Cristo murió junto a la Ciudad santa para la salvación y la unidad de todos los hombres (Jn 11,52), y tú, hermano, hermana de Jerusalén, en su seguimiento, debes conservar la misma pasión por la unidad.”

El monje, la monja es alguien que, ante todo, busca unificarse. Vive el ecumenismo en el corazón de tu propia vida: la persona unificada es unificarte. Vive el ecumenismo en el seno de tu propia comunidad: por la aceptación gozosa y constructiva de personas tan diferentes (Rm 12,6-8). Vive el ecumenismo en el marco de toda la cristiandad, a fin que sea cada vez más hermanos todos los discípulos de Cristo que permanecen todavía separados. El ecumenismo más eficaz es el de la oración.

Guarda en tu corazón un verdadero anhelo de comunión con todos los hijos de Abrahán, judíos y musulmanes, que adoran, como tú, al único Dios y para quienes también Jerusalén es una Ciudad santa. No te canses de orar, a lo largo de toda tu vida, para que llegue el día en que no haya más que un solo rebaño y un solo pastor (Jn 10,16). Esto que fue la gran pasión de Cristo, apasione también tu vocación monástica. Jesús se consagra por ti para que tú quedes consagrado en la verdad (Jn 17,19). Sólo la unidad de los hijos de Dios podrán expresarle al mundo el misterio del Dios verdadero” (Jn 17,23)[2]

En la familia de Jerusalén, existen también las fraternidades laicas, las cuales siguen la misma espiritualidad que los monjes y las monjas. Esto es una gran riqueza y, a su vez, una fuerte exigencia, para vivir cada uno desde su propia vocación la diversidad y complementariedad del estado y vocación propia de cada uno. La liturgia celebrada monjes, monjas y laicos de todas las edades, condición social y estados de vida, expresa con fuerza la pluralidad y la plenitud del pueblo de Dios, la unidad eclesial y visible querida por Dios al crear hombre-mujer; todos caminamos hacia el ideal de vida cristiana: la santidad.

“Jesús vivió la liturgia en la ciudad, vivió en medio del pueblo y asoció a los apóstoles, sus discípulos, a las santas mujeres y a las familias de las cuales nos hablan los Evangelios y los Hechos de los apóstoles. Las fraternidades de Jerusalén quieren, tras las huellas de Jesús y de María su Madre, ir a la fuente original que es la figura última, la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén" (Ap 21,1-4). (Palabras del fundador.)

Este monacato urbano quiere afirmar que la contemplación y la santificación se pueden vivir en medio de las exigencias cotidianas y realidades urbanas donde viven la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Ahora bien, lo que no cambia son los valores monásticos, si bien, encarnados de otra manera; más conformes al momento histórico y cultural que nos toca vivir. Es el Espíritu quien, a lo largo de la historia, suscita los diferentes carismas para su Iglesia. La finalidad es siempre la misma: “Sed santo porque yo soy santo.” (Lv 11,14) Sed santos como vuestro Padre celestial es santo” (Mt 5,48). Meta esencial de la vida monástica y de todos los cristianos. El papa Francisco nos lo recuerda con fuerza.

Esta forma de vida monástica quiere vivir en el corazón de la ciudad, llevando la ciudad a la oración y la oración a la ciudad. Todo cuanto ocurre en la ciudad tiene interés para el monje y la monja urbana de Jerusalén. Todo cuanto pertenece a sus hermanos en humanidad lo hacen propio, queriendo vivir en cercanía. “Padre, no te pido que los saques del mundo, sino que los guardes del mal” (Jn 17,15). En esta frase de Jesús se encierra el sentido de la vida monástica urbana de Jerusalén.

Los monjes y monjas de Jerusalén, desde la realidad concreta de cada día y desde muy diversos puestos de trabajo, viviendo en el mismo contesto que la mayoría de los ciudadanos; quieren orientar su vida al más alto ideal de hombre: la contemplación de Dios y la alabanza; queriendo ayudar a otras personas a que también vivan la aventura maravillosa de la llamada a la santidad; a crear un mundo más justo, más humano y más divino.

“Hoy más que nunca podemos afirmar que ha surgido un mundo nuevo: al ayer esencialmente rural, le ha sucedido un mundo mayoritariamente urbano. De aquí que la vida monástica en la ciudad responde a una llamada particularmente actual y urgente del mundo, de la Iglesia y de Dios (Hch 2,46). Jerusalén es la ciudad a la que Jesús subió para adorar a Dios, para enseñar, morir y resucitar; porque tu vida es un caminar tras Aquél que allí, en Jerusalén, se quedó cada vez más solo delante del Solo, tú eres monje o monja de Jerusalén.[3]

Las fraternidades de Jerusalén están insertadas en la Iglesia diocesana, dentro de la línea marcada por el Vaticano II, que insiste en la realidad de cada Iglesia local, adaptándose a la diversidad de situaciones, sensibilidades y culturas de la misma. El obispo del lugar es quien discierne la oportunidad de una fundación en su diocesis y quien la establece. Las fraternidades son una célula de la Iglesia, desde su propio carisma monástico, estando abiertas a la llamada y solicitud de su propio pastor; siempre en armonía y comunión con el propio carisma.

“Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta.

Allá suben las tribus, las tribus del Señor” 
(Sl 121).
Sor Carmen Herrero Martínez
F.M.J


[1] Los traductores fueron don Juan José Omella y Edilio Mosteo. Don Juan José Omella, actual Arzobispo de Barcelona. Y don Edilio partió a la casa del Padre el lunes 2 de marzo de 2015.
[2] “Livre de vie des Fraternités  Monastiques de Jérusalem. Autor: “Pierre-Marie Delfieux. Publicado en español con el título: “Un Camino Monástico en la Ciudad.” Nº174 (Editorial Verbo Divino. (Actualmente agotado).
[3] Ib. nº 164.

domingo, 19 de agosto de 2018

“VEZ QUÉ DULZURA, QUÉ DELICIA, 

CONVIVIR LOS HERMANOS UNIDOS”



“VEZ QUÉ DULZURA, QUÉ DELICIA, CONVIVIR LOS HERMANOS UNIDOS” 

“El empeño ecuménico responde a la oración del Señor Jesús que pide 
«que todos sean uno» (Jn 17,21)

por Sor Carmen Herrero Martínez 

Por muy poca sensibilidad que se tenga frente a la división entre las diferentes confesiones cristianas, creo que a todos nos afecta y sufrimos de esta ruptura; deseando ardientemente la unidad de los cristianos. Esta unidad que es como en una misma familia donde todos sus miembros aspiran y cooperan para que la unidad sea una realidad; porque la unidad es el mejor patrimonio que se puede dejar a las nuevas generaciones. Desde este deseo y anhelo de unidad tenemos sino suplicar a Dios, que todo lo puede, para que nos conceda la unidad tan deseada por el mismo Cristo. Pero, ¿qué medios nos damos la gente sencilla, los de a pie, que lloramos en secreto este gran pecado que es la división, para conseguirla? Porque si bien es verdad que el camino realizado es inmenso; todavía queda mucho para poder participar todos juntos de la misma mesa eucarística, unidad plena y visible de la Iglesia de Cristo. Desde mi experiencia y trabajo ecuménico enumeraré tres medios, por haberlos vivido y experimentado su empuje y profundidad. Estos medios está al alcance de todos. 
  1. Unos de estos medios importantes es la lectura orante de la palabra de Dios, la lectio divina; porque cuanto más nos acerquemos a la Palabra más cerca estamos de Dios y más cerca estamos los unos de los otros; y los muros de la división se van derrumbando, cayendo por sí solos. Porque la Palabra es viva y eficaz y ella nos lleva a la conversión y a la purificación de todo aquello que es causa de división, tanto sea en los corazones como en las estructuras eclesiales. Cuanto más nos dejemos transformar por la Palabra, tanto más viviremos en comunión con Dios, con nosotros mismos y con los demás. Ya que la Palabra nos ayuda a hacer la verdad en nuestra vida, y de la verdad nacerá la unidad, la comunión. Urge crear grupos ecuménicos de lectio divina. La lectio divina es patrimonio de todos los cristianos, pues ella se practicaba anteriormente a toda ruptura eclesial. 
  2. Otro medio muy importante asequible a todos, es la oración por la unidad. El testimonio del padre Paul Couturier, un gran profeta del ecumenismo del siglo XX que ha promovido: “el ecumenismo espiritual”, nos lo confirma. La oración hecha con fe mueve montañas. El Padre Congar dirá de Paul Couturier: “La gracia y la vocación del sacerdote Paul Couturier fue abrirle al ecumenismo el camino espiritual, darle su corazón de amor y de oración.” Es muy importante vivir este ecumenismo espiritual y fraterno; pues es el alma y el apoyo del ecumenismo teológico, exegético y eclesiológico que más bien es tarea y trabajo de los especialistas. Los cristianos de base estamos llamados a vivir el ecumenismo espiritual, el ecumenismo de la oración sin cesar por la unidad. Esto es un imperativo del evangelio. 
  3. Formar grupos de dialogo y estudio conjunto de las distintas confesiones. Esto nos lleva a mejor conocernos, a purificar mi propia fe y a enriquecerme con la fe del otro. A comprender mejor la manera de vivir y expresar la fe de cada confesión; y desde esta postura comprensiva y abierta a la acción del Espíritu Santo crear relaciones de mutuo entendimiento, tejiendo lazos de amistad y fraternidad. 

A los cristianos, nos urgen la toma de conciencia del escándalo que supone la división entre las diferentes confesiones. Un reino dividido, no tienen fuerza en sí. Esto es lo que nos está pasando a los cristianos: la división nos lleva a perder credibilidad en el mensaje que predicamos. Lo dice el papa Francisco en “Evangelii gaudium(cf nº 244, 246). “Dada la gravedad del antitestimonio de la división entre cristianos, particularmente en Asia y en África, la búsqueda de caminos de unidad se vuelve urgente.” No nos lamentemos, pues, de que muestras iglesias estén vacías y de que los jóvenes no vengan a nuestras celebraciones. Más que lamentarnos tendríamos que interrogarnos: ¿cuál es la causa de que nuestras celebraciones no tengan capacidad de convocatoria? La división de los cristianos es una de las fuentes del ateísmo moderno… La credibilidad del anuncio cristiano sería mucho mayor si los cristianos superaran sus divisiones y la Iglesia realizara «la plenitud de catolicidad que le es propia, en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el Bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión».1 La división es un gran pecado, y el pecado siempre lleva a la esterilidad, a la muerte. La unidad, en cambio, siempre es fecunda, atrayente y portadora de vida. La unidad tiene la capacidad de convocar, de hermanar, de crear redes de comunicación y fraternidad. En ella misma radica el gozo, la serenidad y la paz. Como dice el salmista: “Vez qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos (Sl. 132, 1). 

Una comunidad unida atrae, porque transmite el valor de la fraternidad fuertemente deseado por todos, el cual no es fácil de encontrar en nuestra sociedad moderna tan individualista y competitiva. La división es un pecado generalizado -en la familia, en las relaciones laborales, los grupos parroquiales, deportes, política etc.., que roe y arruina toda relación, estructura y crecimiento, social, cultural y espiritual. La división es como la carcoma, que va haciendo su trabajo de destrucción, y cuando uno se da cuenta es difícil de encontrar y aplicar el remedio adecuado. 

La unidad es un valor “artesanal”, que requiere un cuidado exquisito, una buena dosis de humildad, tolerancia respeto y amor. Tan delicada es la unidad que fácilmente se quiebra, se rompe y se hace añicos. Y cuando una vasija de vidrio se hace añicos, ¿quién podrá reconstruirla de la misma manera, sin que queden cicatrices de las heridas causadas? Esta vasija original, algo ha perdido de ella misma, de su genuina belleza, y para reconstruirla de nuevo con el mismo esplendo, se necesitará un trabajo minucioso, de artesanía y sabiduría. Imagen que nos habla de la división-unidad en la Iglesia de Cristo. La Iglesia “Vasija” hecha añicos. 

Vemos los siglos que llevamos con rupturas y divisiones eclesiales, y si bien a la división se llega fácilmente; ¡qué trabajo está costando la reunificación de las piezas de la “Vasija”, de la Iglesia de Jesús! Por muchos encuentros, acuerdos, declaraciones comunes de unas confesiones y de otras, de acercamientos en el proceso ecuménico muy positivos y esperanzadores; todavía estamos lejos de la comunión plena y visible de la única Iglesia de Cristo. 

Es verdad que el camino realizado y los avances conseguidos en el dialogo y la colaboración hacia la unidad son maravillosos y prometedores, y por ello damos gracias a Dios. Porque en nuestros días los cristianos de distintas confesiones nos miramos, cada vez más, como hermanos y no como enemigos. Pero, pese a estos avances, todavía nos queda camino que recorrer para la unidad plena y visible. De aquí que no hemos de conformarnos con lo ya realizado, con los logros alcanzados; sino que siempre hemos de tender a lograr la unidad perdida, porque es el gran deseo de Cristo, el legado que él nos dejó: “Padre, te ruego para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste(Jn 17, 21)

En medio de las rupturas más significativas de la Iglesia, a lo largo de la historia, siempre han surgido personas que se han destacado, de manera profética, en el campo ecuménico, trazando un camino de comunión. Gracias a ellas, que han tenido el coraje de denunciar el escándalo que supone la ruptura de la Iglesia, y la desobediencia al evangelio de Cristo, la unidad ha avanzado y sigue avanzando hacia la comunión tan deseada. Nombrar a todas estas personas no nos es posible en este marco de reflexión, pero si quiero destacar algunas muy significativas empezando por el padre Yve Congar. 

Para el padre dominico Congar, el camino ecuménico es encontrar la unidad perdida de los cristianos, la cual pasa por la vuelta a la única Iglesia de Dios tal como ella fue fundada por Chisto. Congar en 1937 publicó el libro Chrétiens désunis (Cristianos desunidos), abriendo una fase nueva en la investigación teológica y eclesiológica acerca del ecumenismo; y en 1964 escribió: Chrétiens en dialogue (Cristianos en diálogo). El pensamiento del padre Congar abrió nuevos caminos hacia la unidad de los cristianos; hombre apasionado por la unidad de la Iglesia de Cristo que supo transmitir su “pasión” a las nuevas generaciones. Las cuales recuren a él como guía y maestro. 

Años más tarde tenemos al papa Juan XIII, promotor del Concilio Ecuménico Vaticano II. Sus últimas palabras pronunciadas en su lecho de muerte exteriorizaron profundamente su compromiso ecuménico: “Ofrezco mi vida por la Iglesia, por la continuación del Concilio Ecuménico, por la paz en el mundo y por la unión de los cristianos... Mis días en este mundo han llegado a su fin, pero Cristo vive y la Iglesia debe continuar con su tarea.” 

Desde el espíritu del Concilio surgió el primer Encuentro del papa Pablo VI con el patriarca Atenágoras; año 1964 en Jerusalén, que marcó profundamente las relaciones ecuménicas entre católicos y ortodoxos. Recordemos esa imagen del abrazo entre el papa Pablo VI y el patriarca Atenágoras, y guardemos en memoria la frase del Patriarca: “Es más lo que nos une que lo que nos separa.” Con este encuentro empezó un camino de dialogo fraterno que conduciría a levantar las mutuas excomuniones después de la separación en 1439. 

El papa Juan Pablo II, continuador y promotor de este mismos espíritu ecuménico: “Doy gracias a Dios porque nos ha llevado a avanzar por el camino difícil, pero tan rico de alegría, de la unidad y de la comunión entre los cristianos. El diálogo interconfesional a nivel teológico ha dado frutos positivos y palpables; esto anima a seguir adelante”.2 

El papa Benedicto XVI entre otras muchas cosas insiste: “lo que se debe promover ante todo es el ecumenismo del amor, que desciende directamente del mandamiento nuevo que dio Jesús a sus discípulos. Y también en la oración, en la caridad, en la conversión del corazón para una renovación personal y comunitaria. Os exhorto a continuar en este camino, que ya ha dado tantos frutos y que dará todavía más.”3

Y en nuestros días tenemos al papa Francisco que ha dado pasos muy significativos en este camino hacia la unidad, los cuales todos tenemos presentes. Reconocemos el empeño que tiene por llegar a la unidad reconciliada, a la comunión plena. Sus gestos de sencillez y fraternidad dicen más que muchos discursos. El Papa Francisco nos invita con fuerza y convicción a caminar hacia la unidad desde las relaciones de amistad y cercanía de unos con otros; y también desde la acción conjunta en lo social con los más necesitados. Conocidos son sus pasos hacia las diversas confesiones, su humildad y sus palabras de aliento para seguir caminando hacia la comunión. La reciente visita historia del papa Francisco al Consejo Mundial de las Iglesias (CMI) el 21 de junio es una pieza central de la conmemoración ecuménica del 70º aniversario del CMI. 

El Hno. Roger de Taizé, otro gran profeta de la unidad de los hermanos protestantes. Taizé, se ha convertido en el lugar de los jóvenes y para los jóvenes de Europa. ¿Por qué Taizé tiene este atractivo y capacidad de convocatoria para los jóvenes y para todos? Tal vez porque su fundador supo, desde el principio, dar a ese lugar un alma, y un alma de comunión desde el evangelio y la oración. Él mismo dice: “Cristo vino a la tierra, no para crear una nueva religión, sino para ofrecer a todos una comunión con Dios y con todos los seres humanos.” Este es el verdadero ecumenismo, la meta de toda unidad: vivir en comunión con Dios y con los hermanos. Taizé encarna el ecumenismo espiritual y el ecumenismo de la acción conjunta en bien de los pobres y marginalizados. 

¿Cómo no recordar a Chiaria Lubich, esta gran mujer, fundadora de los Focolares, el Movimiento laico que más trabaja por la unidad de las Iglesias y que vive una espiritualidad de comunión? 

En nuestros días el Espíritu Santo también suscita profetas de trabajan y se desvelan por unidad, y estos profetas son los que realmente hacen avanzar la mutua comunión entre las diversas confesiones cristianas. 

Quiero terminar con las palabras del papa Francisco en la oración ecuménica común en la Catedral Luterana de Lund, (Suecia): “Luteranos y católicos rezamos juntos en esta Catedral y somos conscientes de que sin Dios no podemos hacer nada; pedimos su auxilio para que seamos miembros vivos unidos a él, siempre necesitados de su gracia para poder llevar juntos su Palabra al mundo, tan necesitado de su ternura y de su misericordia.” 

Foto: Francesco Sforza/Vatican Photographic Service

Sor Carmen Herrero Martínez 
Fraternidad Monástica de Jerusalen

jueves, 18 de enero de 2018

CITA ANUAL DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS





CITA ANUAL DE ORACIÓN POR LA UNIDAD
DE LOS CRISTIANOS

  Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Cada año, la cita del 18 al 25 de enero, marca una semana de encuentros ecuménicos: celebraciones litúrgicas, conferencias, coloquios, mesas redondas y encuentros de oración y amistad. Todo ello es un regalo, la gracia desbordante del Espíritu Santo que, año tras año, nos “espolea” a avanzar por el camino de la unidad, por un compromiso evangélico de comunión. Tarea no siempre fácil, pero si esperanzadora y apasionante. Lo importante es avanzar, pese a los muchos obstáculos que nos dificultan para vivir la unidad plena y visible que culmine en la celebración de la eucaristía.

El tema de este año es: “Fue tu diestra quien lo hizo, Señor, resplandeciente de poder”   (Ex 15,16). Los materiales para esta semana de oración de 2018, los han preparado las Iglesias y comunidades de la región del Caribe. Desde su propia experiencia, de tantos años de esclavitud, saben que la diestra del Señor es quien rompe las cadenas y da la verdadera libertad; a la vez que la diestra del Señor puede unir todos los eslabones de las diferentes cadenas para tejer la unidad de su Iglesia tan hecha añicos.


La división de los cristianos es un gran pecado, y el pecado siempre lleva a la esterilidad, a la muerte. La unidad, en cambio, siempre es fecunda, atrayente y portadora de vida. La unidad tiene la capacidad de convocar, de hermanar, de crear redes de comunicación y de fraternidad. En la unidad misma radica el gozo, la serenidad y la paz. Como dice el salmista: “Vez qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos” (Sl. 132, 1).

A los cristianos, nos urgen tomar de conciencia del escándalo que supone la división entre las diferentes confesiones. Un reino dividido, no tienen fuerza en sí mismo. Esto es lo que nos está pasando a los cristianos: la división nos lleva a perder credibilidad en el mensaje que predicamos, en el anuncio del Evangelio. Lo dice el papa Francisco en “Evangelii gaudium” (cf nº 244, 246). No nos lamentemos, pues, de que muestras iglesias estén vacías y de que los jóvenes no vengan. Más que lamentarnos tendríamos que interrogarnos: ¿cuál es la causa de que nuestras celebraciones y nuestras comunidades no tengan capacidad de convocatoria?
Una comunidad unida atrae, porque transmite este valor fuertemente tan deseado por todos. La división es un pecado generalizado que roe y ruina toda relación, toda estructura y crecimiento social y espiritual. La división es como la carcoma, que va haciendo su trabajo de destrucción, y cuando uno se da cuenta es demasiado tarde y el remedio difícil de aplicar.
La unidad es un valor “artesanal”, que requiere un cuidado exquisito, una buena dosis de humildad, amor y comprensión. Tan delicada es la unidad que fácilmente se quiebra, se rompe y se hace añicos. Y cuando una vasija de vidrio se hace añicos, ¿quién podrá reconstruirla de la misma manera, sin que queden cicatrices de las heridas causadas? Esta vasija original, algo ha perdido de ella misma y de su belleza, y necesitará su tiempo para ser reconstruía de nuevo con el mismo esplendor que tenía. Imagen que nos habla de la división de los cristianos. La división entre los cristianos es como una tela de araña que cubre, que empaña la belleza de la Iglesia; la división no le puede quitar su belleza ontológica; pero sí que se la empaña….
Vemos los siglos que llevamos con rupturas y divisiones eclesiales, si bien a la división se llega fácilmente; ¡qué trabajo está costando la reunificación de la “vasija”, de la Iglesia de Jesús! Muchos son los encuentros, acuerdos, declaraciones comunes, de unas y otras confesiones, de acercamientos en el proceso ecuménico, impensables anterior al Concilio, de semanas de oración; pero todavía no hemos llegado a la comunión plena y visible de una única Iglesia que celebra unida la Cena del Señor, la Eucaristía.
Hemos de reconocer que el camino realizado y los puentes tendidos hacia la unidad son enormes y maravillosos; y por ello damos gracias a Dios. Pero no hemos de conformarnos con lo ya realizado, con los logros alcanzados; sino que siempre hemos de tender a conseguir la unidad perdida, porque es el gran deseo de Cristo, el legado que él nos dejo: “Padre, te ruego para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17,21). La unidad es signo de credibilidad, al contrario que la división es motivo de escándalo.
En medio de las rupturas más significativas de la Iglesia, a lo largo de la historia, siempre han surgido personas que se han destacado, de manera profética, en el campo ecuménico, trazando un camino de unidad y comunión. Gracias a ellas, que han tenido el coraje de denunciar el escándalo que supone la ruptura de las Iglesias, y la desobediencia al evangelio de Cristo, la unidad ha avanzado y sigue avanzando hacia la comunión tan deseada. Nombrar a todas estas personas no es posible, pero si quiero destacar algunas muy significativas tanto de unas confesiones como de las otras: Empezando por el papa Juan XIII, promotor del Concilio Vaticano II, el papa Pablo VI y el patriarca Atenágoras; el primer encuentro con Pablo VI en el año 1964 en Jerusalén, que marcó profundamente las relaciones ecuménicas entre católicos y ortodoxos. Recordemos esa imagen del abrazo entre el papa Pablo VI y el patriarca Atenágoras, y guardemos en memoria la frase del Patriarca: “Es más lo que nos une que lo que nos separa.” Con este encuentro empezó un camino de dialogo fraterno que conduciría a levantar las mutuas excomuniones después de la separación en 1439.
El Hno. Roger de Taizé, otro gran profeta de la unidad. Taizé, se ha convertido en el lugar de los jóvenes y para los jóvenes de Europa. ¿Por qué Taizé tiene ese atractivo y capacidad de convocatoria para los jóvenes y para todos? Tal vez porque su fundador supo, desde el principio, dar a ese lugar un alma, y un alma de unidad, de comunión, desde el evangelio. Él mismo dice: “Cristo vino a la tierra, no para crear una nueva religión, sino para ofrecer a todos una comunión con Dios y con todos los seres humanos”[1]. Este es el verdadero ecumenismo, la meta de toda unidad: vivir en comunión con Cristo y con los hermanos y con el cosmos.
¿Cómo no recordar a Chiaria Lubich, esta gran mujer, fundadora de los Focolares, el Movimiento laico que más trabaja por la unidad de las Iglesias y el diálogo interreligioso, viviendo una espiritualidad de comunión y creando puentes de acercamiento y comunión?
Y en nuestro propio país, ¿quién no recuerda al Padre Julián García Hernando, fundador de las Misioneras de la Unidad, hombre dotado para el diálogo ecuménico pionero en este campo después del concilio? Y unido a él la labor tan eminente del centro ecuménico de las misioneras de la unidad en Madrid.
Y terminamos con el Papa Francisco quien nos invita con fuerza y convicción a caminar hacia la unidad. Conocidos son sus pasos hacia las diversas confesiones, su humildad y palabras de aliento para seguir caminando hacia la comunión creando puentes de unidad y comunión. “Dada la gravedad del antitestimonio de la división entre cristianos, particularmente en Asia y en África, la búsqueda de la unidad se vuelve urgente” (E.G. nº 246).
Por poca sensibilidad que se tenga, en lo que supone la división entre los cristianos, todos deseamos y queremos la unidad; como en una misma familia que cada miembro aspira y coopera para que la unidad sea una realidad. Desde este principio no se puede sino desear y suplicar a Aquel que todo lo puede que conceda a los cristianos la unidad tan deseada, para que el mundo crea. Pero, ¿qué medios nos damos, la gente sencilla, los de la base, que lloramos en secreto este gran pecado que es la división, para conseguirla? Un ecumenismo del pueblo sencillo es posible.
Unos de los medios al alcance de todos, a mi parecer, es la lectura orante de la palabra de Dios, la lectio divina; porque cuanto más nos acerquemos a la palabra más cerca estaremos de Dios y más cerca estaremos los unos de los otros; y los muros de la división se irán derrumbando, cayendo por sí solos. Porque la Palabra es viva y eficaz y ella nos lleva a la conversión y a la purificación de todo aquello que no es Dios. Cuanto más nos dejemos transformar por la Verdad de la Palabra tanto más viviremos en comunión con Dios, y los unos con los otros. Ya que la Palabra nos ayuda a hacer la verdad en nuestra vida y de la verdad nacerá la unidad.
Otro medio muy importante, es la oración por la unidad. El padre Paul Couturier, un gran profeta del ecumenismo de siglo XX promueve: “el ecumenismo espiritual.” La oración hecha con fe mueve montañas. El Padre Congar dirá de Paul Couturier: “La gracia y la vocación del sacerdote Paul Couturier fue abrirle al ecumenismo el camino espiritual, darle su corazón de amor y de oración.” Este camino todos podemos seguirlo, y todos estamos llamados a vivirlo. Para ello no hace falta sino tener fe, y confiar en el poder la oración.

Y para termina cito al Papa Francisco que en el encuentro con el Arzobispo de Canterbury y primado de la


Iglesia Anglicana, Justin Welby, dijo que para avanzar en el camino común de los cristianos y profundizar en el
ecumenismo tres ejes son esenciales: oración, testimonio y misión.


TAREA, NO DE UNA SEMANA, SINO DE TODA UNA VIDA…
Sor Carmen Herrero



[1] Hermano Roger de Taizé, « Dieu ne peut qu’aimer » Ataliers et Presses de Taizé. 2002.