MARÍA, LA GRAN FIGURA DEL ADVIENTO
Adviento,
tiempo de espera y esperanza; porque en el seno de María crece el fermento de
una vida nueva: el Hijo del Dios encarnado en su seno toma nuestra propia
humanidad. “Dios se hace hombre para que el hombre se convierta en Dios” (San
Irineo). “He aquí que la virgen concebirá, y
dará a luz un hijo, que se llamará Emanuel” (Isaías
7,14).
María vivió
el Adviento más profundo y real: la espera esperanzada de una madre encinta que
espera impaciente el momento del parto, el momento de dar a luz al esperado de
los pueblos, al anunciado por los profetas, al Emanuel, al Dios hecho hombre.
En María
culmina la espera de Israel, porque en ella se encarna el anunciado de parte de
Dios por los profetas. María abrió su corazón y sus entrañas a la acción del
Espíritu Santo en ella. María fue la llena de gracia para vivir intensamente la
intimidad divina. “El Señor está contigo”,
le dirá el ángel Gabriel (Lc 1,28). La presencia de Dios en ella es su propia
identidad. Dios está en ella y con ella. María, siendo una creatura, está tan
unida a su Creador que es una misma cosa con él. Ella antes que Pablo pudo
exclamar: “No soy yo es Cristo quien vive
en mí” (Gal 2,20). Cristo vive en María y María vive sumergida en Dios. Si
los místicos hablan del matrimonio espiritual, la primera creatura que lo vivió
en toda su plenitud fue María. María es la mística por excelencia, el arquetipo
de la vida contemplativa. Ella no solamente fue Madre de Jesús en la carne,
sino que es la esposa amada del Verbo.
María nos
enseña a vivir el verdadero sentido del Adviento desde una dimensión de sencillez,
asombro, gratitud, admiración, silencio y contemplación en el niño que lleva en
su seno. Aquel que viene, que está a la puerta y llama queriendo nacer en tu
corazón, en el mío, en el de todos. San Agustín afirma
que María “concibió a Dios en su corazón antes que en su cuerpo.”
María es la
acogedora fiel de la Palabra hecha carne. Su propia sangre fue la sangre de
Cristo. Por las venas de Cristo corre la sangre de María, Jesús se encarna, por
obra del Espíritu Santo, en el seno de una doncella virgen. María hizo posible
la primera Navidad. María, la joven maman, fue la primera en acoger el llanto
del recién nacido, junto con su esposo
José, de sentir el latido de su tierno
corazón y de estrecharlo en su regazo maternal con entrañas de madre y virgen.
Años más tarde, también María será quien acoja el último suspiro de su Hijo
muriendo en una cruz como un mal hechor. Ella estará al pie de la cruz con la
misma fe, firmeza, fortaleza y amor que cuando al ángel Gabriel le anunció: “No temas, María, porque has hallado gracia
delante de Dios. Y he aquí, concebirás en tu seno y darás a
luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Este será grande y será
llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de su padre David
(Lc 1,30-32). Ante la evidencia de la muerte de su Hijo, ¿cómo seguir creyendo
en las promesas del Ángel? ¡Profunda fe la de María! Pero la cruz,
que se presentaba como el final de toda esperanza; para ella apareció como el
árbol de la Vida. El cumplimiento del plan salvífico por parte de Dios. En la
cruz es donde realmente este Niño nacido en Belén, llamado Emmanuel, Jesús, se
manifiesta como el Mesías y el Salvador. En la bajeza de un malhechor, Jesús
manifiesta su poder salvífico para toda la Humanidad.
María
nos enseña el camino para que Jesús nazca en nuestro proprio seno: fe
incondicional en las Promesa de Dios, confianza, entrega y fidelidad al plan de
Dios. Pues, Dios para cada uno de sus hijos tiene un plan, un proyecto. María
nos enseña a hacer la voluntad del Padre, a ser fiel al plan de Dios. “Hágase en mí según tu palabra” (Lc
1,38). Esta podía ser una oración de Adviento. Una oración repetida continuamente
para que ella baje a nuestro corazón y anide en él.
En Navidad
nace el Emmanuel el Dios con nosotros, un niño, pobre, pequeño y necesitado de
cuidados, como todo niño. Numerosos son los hombres y mujeres con los que nos
encontramos diariamente, necesitados de pan y de hogar, de cariño y amistad,
viviendo sin techo ni esperanza, para quienes el Adviento no tiene ningún sentido;
porque tampoco lo tiene la Navidad. Al ejemplo de María, y con su ayuda, sepamos
acoger a tantos hermanos nuestro necesitado de los cuidados de un niño, y
sepamos arroparlos con nuestra comprensión y amor maternal.
Seamos
hombres y mujeres de fe y confianza que transmiten al mundo el júbilo del
nacimiento de Jesús, el Mesías, el Salvador. Solamente él puede erradicar
tantas y tantas carencias, injusticias y necesidades de todo tipo como hay en
el mundo, tanto y tanto llanto y sufrimiento. Ante la realidad concreta de la
sociedad que vivimos, sembremos semillas de esperanza y amor para que la
Navidad sea una realidad en todos los corazones. Y con María digamos a Dios
encarnado: “no tienen vino”, es
decir, “no tienen esperanza”. “Viven en la pobreza absoluta”. Dios
encarnado, sé tú mismo su esperanza y su gozo, a cógelos en tu regazo y arroparlos con la ternura de tu amor.
Vivir el Adviento
a la luz de María conlleva ser personas interiorizadas, silenciosas, orantes y
generosas, dándose del todo al Todo, para que él pueda encarnarse en nuestro interior
y vivamos en su intimidad, en comunión con nuestros hermanos y hermanas en
humanidad, para que seamos hombres y mujeres de paz y concordia. Si así vivimos
el Adviento, la Navidad será una realidad en nuestro corazón, en las familias y
en nuestra sociedad.
Que María la
llena de gracia, la elegida del Padre, para que en ella se cumpla la Promesa,
la encarnación del Verbo, nos ayude a vivir el Adviento con los ojos y el
corazón puestos en Aquel que llega y nos trae la paz, la justicia y la unidad
entre todas las razas y naciones. Nuestra Señora del Adviento, ruega por tus
hijos e hijas que a tu protección se acogen.
Sor Carmen
Herrero Martínez