Bonhoeffer, Dietrich, "El precio de la gracia" [1]
(Mateo 6,9-15)
La verdadera oración no es una obra, ni práctica,
una actitud piadosa, sino la súplica del niño dirigida al corazón de su padre. Por
eso, la oración nunca es ostentosa, ni ante Dios, ni ante nosotros
mismos, ni ante los demás.
Si Dios no supiese lo que necesitamos,
tendríamos que reflexionar en cómo se lo vamos a decir, en lo que
le vamos a decir y en si se lo diremos. Pero la fe por la que rezamos
excluye toda reflexión y toda ostentación.
La oración es algo secreto que se opone a
cualquier clase de publicidad. Quien reza no se conoce a sí mismo, sólo conoce
a Dios, a quien invoca. Dado que la oración no tiene una influencia en el
mundo, sino que se dirige únicamente a Dios, es el acto menos importante.
También existe una transformación de la oración
en ostentación, por la que se manifiesta lo oculto. Esto no ocurre
solamente en la oración pública convertida en pura palabrería.
Este caso se da raras veces en nuestros días. Pero
la situación es idéntica, e incluso mucho más grave, cuando me convierto a mí
mismo en espectador de mi propia oración, cuando rezo delante de mí mismo, bien
goce de este estado de cosas como un espectador satisfecho, o bien, asombrado y
avergonzado, me sorprenda en este estado. La publicidad de la calle es sólo una
forma más ingenua de la publicidad que me creo a mí mismo.
Incluso en mi aposento puedo organizarme
una enorme manifestación. !Hasta tal punto, podemos desfigurar las palabras de
Jesús! La publicidad que me busco a mí mismo consiste en el hecho de que soy, a
la vez, el que reza y el que escucha. Me escucho a mí mismo, me ruego a mí
mismo. Como no quiero esperar a que Dios me escuche, como no quiero que Dios me
muestre, un día, que ha oído mi oración, me decido a escucharme a mí mismo. Constato
que he rezado con piedad y en esta constatación radica la satisfacción del
ruego. Mi oración es escuchada. Tengo mi recompensa. Por haberme escuchado a mí
mismo. Dios no me escuchará, por haberme dado la recompensa de la publicidad, Dios
no me dará otra recompensa.
¿Qué significa este
aposento del que habla Jesús, si no estoy seguro de mí mismo?
¿Cómo puedo
cerrarlo con bastante solidez para que nadie venga a destruir el secreto de la oración
y a robarme la recompensa de la oración secreta? ¿Cómo protegerme de mí mismo,
de mi reflexión? ¿Cómo destruir la reflexión con mi reflexión? La respuesta es:
el deseo que tengo de imponerme a mí mismo, de una forma o de otra, por medio
de mi oración, debe morir, debe ser destruido.
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