miércoles, 18 de diciembre de 2013

ADVIENTO: TIEMPO DE ESPERA Y ESPERANZA


                                                                                                      


ADVIENTO: TIEMPO DE ESPERA 
Y ESPERANZA

                            


 Adviento = Advenimiento = Esperanza. La palabra Adviento viene del latín y, como saben, quiere decir LLEGADA SOLEMNE, VENIDA; pero una venida importante, por eso tenemos que prepararnos con desvelo para acoger al que viene, es decir, a Jesús hecho hombre, al Emmanuel. El Adviento es como un camino que vamos recorriendo, a través de las cuatro semanas litúrgicas, que anteceden al 24 de diciembre, acompañados por las lecturas bíblicas que la Iglesia nos propone; las cuales nos guían por este camino de espera y esperanza que nos lleva a Belén. Allí es donde acaece el mayor acontecimiento de la Historia: El nacimiento del Hijo de Dios, el Emmanuel. “Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer” (Gal, 4,4). San Juan con una gran profundidad escribe: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplaron y tocaron nuestras manos, acerca de la Palabra de vida,-pues la Vida se manifestó, y nosotros lo hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó-. Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos” (I Jn 1,1-3).Y Benedicto XVI dice: “El acontecimiento central de nuestra fe es que Dios-Amor ama tanto al mundo (a nuestro mundo) que le ha enviado a su Hijo… Jesucristo, este Niño Jesús que nos nace, es el Amor de Dios encarnado)[1].

               Ante la inmensidad del amor de Dios hecho hombre, el Adviento deberíamos vivirlo desde la contemplación y la acción de gracias al Padre; porque Jesús se hace uno de nosotros, en todo, excepto en el pecado, él nos trae la salvación de parte del Padre. La encarnación del Verbo es el gran regalo del Padre que se nos da en su propio Hijo, para que en el Hijo, también nosotros seamos hijos por adopción y coherederos con Cristo. (cf Rm 8, 14ss) El misterio de la encarnación, es tan inmenso que sobrepasa toda capacidad humana. Solamente, desde la fe, el amor y la adoración se puede “entrever”.

               Celebrar el Adviento significa estar convencido de la encarnación de Dios. Dios se hace Hombre, y esto lo creo firmemente. Esta misma fe me lleva a creer que Dios también se encarna en mi vida, y en la historia. El hecho histórico de la encarnación de Dios, se realizo en el pasado, en el ayer; pero en el hoy, y en el ahora, Dios se sigue encarnando, y si no vivo esta “encarnación”, no he comprendido lo que significa vivir el Adviento. El adviento tiene que ser un encuentro personal con Dios encarnado. Si así vivo el Adviento, la Navidad la celebraré en toda su profundidad y plenitud.

                              ESPERA Y ESPERANZA

               La significación más importante del Aviento es la espera de la venida del Hijo de Dios. Por esto el Adviento es tiempo de espera y esperanza confiada en Aquel que viene. ¡El Señor que llega, pero todavía no! Hemos de esperar a su venida hasta el día de Navidad. ¡Él es nuestra esperanza! San Pablo nos dice: “Pongamos nuestra esperanza en el Dios vivo”  (1Tm 4, 10). El Adviento, ¡es un canto maravilloso de esperanza! Pero tal vez, primero, tengamos que preguntarnos: ¿qué es la esperanza para mí? y ¿qué es lo que espero? Y ¿a quién espero?
 
               Digamos que la esperanza es algo constitutivo al ser humano, porque sin ella la vida es muy difícil; además, sin esperanza dejaríamos de ser persona. En todo ser humano, por muy dolorosa y difícil que la vida sea, siempre se tiene un rayo de esperanza en que “mañana será mejor”. La persona necesita constantemente tener un hálito de esperanza, que le anime en su vivir y lucha diaria, para caminar hacia un futuro mejor y más esperanzador. En el ser humano, la esperanza está inscrita en lo más profundo de sus entrañas. Si nos remontamos a los tiempos bíblicos, vemos cómo nuestros Padres en la fe, creyeron, contra toda esperanza, en la Promesa de la Alianza. ¡Grande era su fe! Por esto, se han convertido, para nosotros, en nuestros Padres en la fe, en testigos de la espera y esperanza de Aquel que va a venir, el Mesías, el esperado de los tiempos. Ellos no alcanzaron a ver lo que nosotros hemos visto y tocado: El Verbo hecho carne, el esperado de los pueblo y anunciado por los Profetas. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14).

               La espera y la esperanza van unidas. Yo espero porque tengo esperanza y tengo esperanza porque soy capaz de seguir esperando. Si perdemos la capacidad de esperar, la esperanza “peligra”. ¿No será este el problema de la sociedad de nuestros días? Se ha perdido la capacidad de espera, y con ello también la esperanza; porque todo se ha de conseguir en seguida, al minuto. Actualmente, todo es instantáneo, para ello basta tocar un botón en una máquina y al instante te sale lo que has pedido, ¡ya estás servido! En nuestra sociedad, la capacidad de espera no es muy ejercitada, y por esto, ante la espera en seguida viene la protesta. Nadie puede esperar a nadie. Sin embargo, la espera es muy necesaria, ella va unida a la paciencia, otra virtud en decadencia y, a su vez, muy necesaria en la vida. “La paciencia todo lo alcanza”. De esta falta de paciencia se deduce la poca capacidad de espera que, en general, tenemos. Y, a la vez, constatamos lo necesaria que es. Porque si se pierde la espera y esperanza, tanto sea a nivel personal como social, se corre el riesgo de romperse, de hacerse añicos. Y una vez “rotos”, hechos “trizas”, resulta difícil caminar y afrontar la realidad de nuestra vida diaria con las dificultades que ella conlleva. La escucha de la Palabra de Dios, la celebración litúrgica y la oración personal, a lo largo de las cuatro semanas de Adviento, pueden ayudarnos a reavivar y renovar en nosotros la espera y esperanza cristiana.

               Caer en la desesperanza es lo peor que nos puede pasar, porque en este caso, “algo muere” en nosotros mismos, instalándose en nuestro corazón el desánimo, el desencanto, la desilusión y hasta la pérdida del sentido de la vida. La pérdida de la esperanza es un terreno muy propicio para caer en la depresión, o en otras muchas enfermedades psicológicas; la desconfianza en la familia, en las estructuras sociales, etc., incluso, lo que todavía es más grave, en la pérdida de la fe. El Adviento, sin embargo, es todo lo contrario, él nos abre un camino gozoso de esperanza y de salvación. El Salvador viene, está ya la puerta y nos invita a preparar la “la posada” de nuestro corazón, acogerle con amor, y así Jesús podrá encarnarse en ti.

               La falta de esperanza es una de las causas por la cual nuestra sociedad sufre tanto desencanto, viviendo sumergida en tantos desequilibrios psicológicos y con muchas adicciones buscando recompensas efímeras, de todo tipo; sin encontrar razones fundamentales que le den sentido para vivir desde el gozo y la paz que dan la fe y la esperanza en Dios. Dice el profeta Isaías: Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse” (Is 11,30).
 
               Desde una perspectiva cristiana, creer en Jesús es descubrir en Él la esperanza fundamental de mi existencia humana, aquí y ahora; para luego, contemplarlo en plenitud, cara a cara, y vivir plenamente en su Presencia. Si el cristiano pierde la esperanza, de alguna manera pierde su propia identidad. El cristiano es aquel que espera contra toda esperanza. “Necesitamos tener esperanzas -más grandes o más pequeñas-, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar”[2].

               Los cristianos, discípulos de Jesús, estamos llamados a ser testigos y heraldo de esperanza en medio de la sociedad, tan falta de ella. Los cristianos no podemos mirar los acontecimientos históricos y personales con ojos paganos, sino desde una visión de fe y de esperanza; porque en todos ellos se encierra un porqué y un para qué. Tampoco podemos dejarnos influenciar por corrientes y maneras de pensar materialistas y hedonistas. No, el cristiano está llamado a reaccionar, a vivir desde una dimensión escatológica, unido a Cristo; porque el fundamento de nuestra fe y esperanza es Él, y desde Él y con Él podremos “sazonar” nuestro entorno, nuestro mundo y nuestra historia con la “sal” de la esperanza. El fundamento de nuestra esperanza es la fe en Jesucristo, pues si no tenemos fe, ¿cómo poder esperar? Y ¿en quién confiar? La fe va muy unidad a la esperanza. “Sin la esperanza se apaga el entusiasmo, la creatividad decae y mengua la aspiración hacia los más altos valores” (Juan Pablo II).

               Para vivir desde una postura de espera y esperanza día tras día, necesitamos hacer un “alto” en el camino, que nos ayude a vivir en silencio y oración; porque por nosotros mismos no podemos alcanzar tales metas. La oración es la que fortifica nuestra espera y alienta nuestra esperanza. Tengamos la certeza de que la oración es la que da fecundidad a nuestro ser y nuestro obrar como cristianos, y desde esta certeza intentemos, a lo largo de la jornada, tener algún rato sólo para el Señor, en toda gratuidad. San Agustín dirá: “Así, nuestras palabras y obras, alimentadas por la oración, llenarán nuestros hogares y todas nuestras relaciones de la fragancia de Dios y ayudarán a transformar el mundo”. Sí, hoy nuestro mundo está muy necesitado de la fragancia de Dios, de la fragancia que viene de la oración y de la esperanza. Seamos, pues, hombres y mujeres capaces de transmitir esta fragancia de Dios, a nuestros hermanos los hombres, tan hambriento como están de esperanza. “Porque nosotros, confiados en la promesa de Dios, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva, en los que habita la justicia” (2 Pdr 3, 13).

                              VELA Y VIGILANCIA

               Quiero citar a Ángel Moreno que dice: EL Adviento es como la noche de los tiempos, pero con la seguridad de lo que ya ha acontecido. No se nos invita a un agotamiento ascético por permanecer en vela, sin esperanza. A medianoche, cuando todo está en silencio, nos visita la Palabra. A medianoche, en actitud de vigilia, sucede la salida de la esclavitud. A medianoche se anuncia la llegada del esposo. Quien madruga se encuentra con la Sabiduría sentada a la puerta”[3]. La finalidad de la vigilia es clara: el encuentro con el esposo que viene en medio de la noche. “Velad, porque no sabéis cuándo llegará el dueño de la casa, si al atardecer o a media noche, al canto del gallo o al amanecer. No sea que llegue de improvisto y os encuentre dormidos” (Mc 13, 35-36).

a)            ¿Qué significa estar en vela?

               Estar en vela significa estar presente a Dios y a sí mismo, sin “dormirse”, estando “despiertos”, viviendo la vida en plenitud, sin caricaturas ni juegos que nos entretengan en un “insomnio” permanente, y cuando venga el esposo nos encuentre dormidos como a las vírgenes necias. “Como el esposo tardaba en llegar, les entró sueño a todas y se durmieron” (Mt 25, 6).
 
               Estar en vela nos exige vivir en verdad con nosotros mismos, con Dios y con los demás. Dentro de nosotros se da el bien y el mal, estas dos “fuerzas” habitan juntas, a la vez que son opuestas. Esta realidad nos exige velar constantemente, para que el bien se anteponga al mal. Es decir, tenemos que potenciar el bien que hay en nosotros y dejarle crecer. El bien es todo lo bueno que tenemos, los talentos que Dios nos ha dado; los cuales tenemos que poner al servicio de los demás. El mal, es todo movimiento interior, pasiones y deseos que nos llevar al egoísmo, a ir en contra del amor a Dios, a mi mismo y a los hermanos. El mal que nos habita hemos de controlarlo y poco a poco arrancarlo de raíz de nuestro corazón. Esto se llama andar en verdad, vivir en postura de conversión constante, porque la conversión no se consigue de una vez por todas; no, la conversión es un camino diario, permanente, y constante. Velar, es convertirse. “Sé que Te gusta venir inadvertidamente, pero el corazón puro, desde lejos, te sentirá, Señor” (Santa Faustina Kowalska). Esta es la verdadera conversión: la purificación del corazón. “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Aquellos de corazón puro sienten con prontitud la venida del Señor.

               Estar en vela, también exige estar preparados para recibir a Aquel que viene, ya que desconocemos el día y la hora en que vendrá; pero sí que tenemos la certeza de su llegada. “Estad, pues, muy atentos porque no sabéis ni el día y la hora de la venido del Hijo del hombre” (Mt 25,13).
                    Velar significa mirar la vida y las personas con delicadeza y amor, para percibir en ellas y a través de ellas, las manifestaciones de Dios. Dios se manifiesta constantemente; Él viene en cada momento, disfrazado de mil maneras. Por esto nuestra actitud de vela y vigilancia, debe ser como la de la novia que espera al novio, atenta al menor “ruido” que pueda anunciar la llegada de aquel que su corazón ama. Esto lo vemos maravillosamente expresado en la Biblia, especialmente en el Cantar de los Cantares. “Yo dormía, pero mi corazón velaba” (Cant 5,2).

               El amor es la motivación más fuerte y profunda que nos lleva a mantenernos en vela y vigilancia. Pensemos en una madre ante su hijo enfermo, su gran amor por el hijo es lo que la mantiene en vela. También los místicos y los santos, para quienes esta actitud de vigilancia y espera es fundamental. En ellos La fuerza del amor es mucho más fuerte que el sueño. Vivamos con ilusión de enamorados nuestra vocación cristiana, ésta es la mejor manera de estar despiertos y vigilantes para cuando llegue el Esposo y llame a nuestra puerta abrirle con júbilo. “Mira que estoy a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap. 3,20). Dios es un apasionado del ser humano, somos sus hijos, y lo que Él desea ardientemente es vivir en intimidad con cada uno de nosotros. “Mis delicias es estar con los hijos de los hombres” (Prov 8,31). Aprendamos, pues, a vivir desde la profundidad a la que estamos llamados, como hijos de Dios que lo somos, y abramos las puertas de nuestro corazón, de par en par, para que Él pueda entrar y cenar con nosotros. ¿Qué mejor huésped podemos tener? Y ¿qué mejor manera de vivir el Adviento que estando en compañía con Aquel que llama a nuestra puerta y quiere cenar con nosotros? Es decir, entablar una relación de dialogo y de amistad.

               Para profundizar la idea de velar veamos lo que Benedicto XVI dice: “¡Velad!, este es el llamamiento de Jesús en el Evangelio del 1er domingo de Adviento. Jesús lo dirige no sólo a sus discípulos, sino a todos: “¡Velad!” (Mt 13,37). Es una llamada saludable a recordar que la vida no tiene sólo la dimensión terrena, sino que está proyectada hacia un “más allá”, como una pequeña planta que germina en la tierra y se abre hacia el cielo. Una planta pensante, el hombre, dotada de libertad y responsabilidad, por lo que cada uno de nosotros será llamado a rendir cuentas de cómo ha vivido, de cómo ha usado las propias capacidades: si las ha conservado para sí o si las ha hecho fructificar también para el bien de los hermanos. El Tiempo de Adviento viene cada año a recordarnos esto para que nuestra vida reencuentre su justa orientación hacia el rostro de Dios. El rostro no de un “amo”, sino de un Padre y de un Amigo”[4].


                              ADVIENTO SOLIDARIO

               El tercer punto: un adviento solidario, es decir, el Adviento nos exige ser solidarios con los más necesitados, con los que sufren por diferentes causas. A la esperanza y vela tenemos que añadir la solidaridad. Recordemos las palabras de Jesús: “cada vez que lo hicisteis a uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,34). El criterio del juicio final es: “Tuve hambre y me disteis de comer” (Mt 25, 39s). Si Dios es el centro de nuestra vida, el prójimo, el hermano, tiene que estar junto a Dios, no podemos separarlo. “Si alguno dice: “amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20). ¡No cabe separación entre Dios y el hermano! La exigencia cristiana es clara y contundente; la generosidad de Dios es tan inmensa, que antepone el amor al prójimo, por encima del amor a él mismo, dándonos a su propio Hijo. Dios tiene entrañas de padre y de madre, y quiere que vivamos como hermanos de un mismo Padre, siendo solidarios y cariñosos unos con otros. ¡Qué maravilla si realmente viviésemos el amor de hermanos! Dios es realmente como una madre que se goza cuando entre los hermanos reina el cariño, la armonía, la ayuda mutua, la fraternidad. Animados, pues, de este espíritu fraterno, aún sabiendo que no es fácil de vivirlo; intentemos hacer aquello que está a nuestro alcance, y pidamos a nuestro Padre que nos conceda la gracia de ser solidarios los unos con los otros amándonos como Él nos ama.

               El Adviento, a nosotros, los cristianos, nos exige ser solidarios con aquellos hermanos que viven en la intemperie económica, cerca de la desesperación; con aquellos que van por el mundo sin rumbo ni proyecto alguno. Ser cristiano es llevar, unidos a Cristo, el mundo entero en nuestra oración y presentarlo al Señor para que envíe su Espíritu con fuerza y renueve el corazón de los hombres y las estructuras de nuestra sociedad; muchas de ellas, tan contrarias a los verdaderos valores humanos y cristianos, marcadas fuertemente por el pecado. Pensemos en tantas injusticias como se dan en todos los campos, tantos derechos humanos no respetados y pisoteados; a la esclavitud moderna: trata de mujeres, de niños, trabajos denigrantes y mal pagados; prevaleciendo por encima del hombre el capitalismo tirano y salvaje que esclaviza al ser humano de mil maneras. La falta de ética de algunas personas, instituciones y organismos, sin escrúpulo alguno; unido a tanto fraude y corrupción; llevando a la sociedad al caos de pobreza y miseria que estamos viviendo. Pero pese a este cuadro, un tanto deprimente, los cristianos no tenemos que dejarnos abatir, porque la esperanza es más fuerte que el mal; y un mundo mejor, donde reine la verdad, la honradez y la justicia, es posible. Claro está, con nuestra colaboración, ya que todos somos actores y responsables de la historia. Nadie puede decir que está limpio de pecado ni que hacer todo lo que podría por construir un mundo mejor. “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín). No podemos cruzarnos de brazos, simplemente haciendo un análisis de la situación, sino actuar en consecuencia desde el Evangelio, y con el Evangelio denunciar lo denunciable.

               En la homilía del miércoles 4, diciembre, el papa Francisco comentando la repartición de los panes de Mt 15,29-37 dice: “Una palabra clave de la que no debemos tener miedo es “solidaridad”, o sea, saber poner a disposición de Dios lo que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque sólo compartiendo, sólo en el don, nuestra vida será fecunda, dará fruto. Solidaridad: ¡una palabra malmirada por el espíritu mundano!” A los cristianos, nos toca esforzarnos y sembrar ese grano de trigo solidario, que ayude a formar una sociedad más justa, donde el amor y el compartir de unos con otros sea posible, como dice el refrán: “Un grano no hace granero pero ayuda al compañero”. Desde esta colaboración y deseos fraternos de ser solidarios los unos a los otros, seguro que la Navidad será distinta, tanto en nuestras familias, como en nuestra comunidad parroquial y sociedad, porque donde reina el compartir y el amor, allí está Dios, allí nace el Emmanuel y es Navidad. Dios nace allí donde la humanidad crece, y la humanidad crece allí donde nace Dios.

                              CONCLUSIÓN

               Si conseguimos vivir el Adviento desde una dimensión orante y contemplativa, en acción de gracias al Padre por la encarnación de su Hijo, en actitud de espera y esperanza, con un corazón vigilante y solidario, amando a los hermanos y creando fraternidad; podremos celebrar la Navidad con armonía gozosa y esperanzada de que un mundo mejor es posible y de que el Emmanuel ha nacido en nuestros corazones y en nuestro mundo.

               ¿Cómo no terminar recordando a la Virgen María, la humilde hija de Israel, la hija de Sión que cantan los profetas, cuya belleza admira el mismo Dios, “la bendita entre todas las mujeres”, aquella que “todas las generaciones llamarán bienaventurada” (Lc 1, 4) y que desde su humildad y recogimiento contemplativo nos acompaña en este tiempo de Adviento? A su protección maternal nos confiamos. Madre de la esperanza, mantén el ritmo de nuestra espera”.

               Puntos para reflexión y oración personal
ü  ¿Se puede decir que mi vida espera algún Advenimiento?
ü  ¿Reflexiono realmente cómo es mi espera y esperanza?
ü  ¿Camino hacia algún lugar, con alguna meta concreta?
ü  ¿Qué lugar tiene en mi vida la oración?
ü  ¿Creo en su poder transformador, tanto personal, como de la sociedad?
ü  ¿Soy solidario? ¿Tengo sentido de compartir?
Sor Carmen Herrero Martínez




[1]. Benedicto XVI,Dios es amor”, nº 1.
[2]. Benedicto XVI, “Spes Salvi”, nº 31.
[3] Homilía del I. domingo de Adviento 2011.
[4]. Ciudad del Vaticano, domingo 27 noviembre 2011 (ZENIT. org).