Adviento = Advenimiento =
Esperanza. La palabra Adviento viene del latín y,
como saben, quiere decir LLEGADA SOLEMNE, VENIDA; pero una venida importante,
por eso tenemos que prepararnos con desvelo para acoger al que viene, es decir,
a Jesús hecho hombre, al Emmanuel. El Adviento es como un camino que vamos
recorriendo, a través de las cuatro semanas litúrgicas, que anteceden al 24 de
diciembre, acompañados por las lecturas
bíblicas que la Iglesia nos propone; las cuales nos guían por este
camino de espera y esperanza que nos lleva a Belén. Allí es donde acaece el mayor
acontecimiento de la Historia: El nacimiento del Hijo de Dios, el Emmanuel.
“Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer” (Gal, 4,4). San Juan con una
gran profundidad escribe: “Lo que era
desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo
que contemplaron y tocaron nuestras manos, acerca de la Palabra de vida,-pues
la Vida se manifestó, y nosotros lo hemos visto y damos testimonio y os
anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó-. Lo que
hemos visto y oído os lo anunciamos” (I Jn 1,1-3).Y Benedicto XVI dice: “El acontecimiento central de nuestra fe es
que Dios-Amor ama tanto al mundo (a nuestro mundo) que le ha enviado a su Hijo…
Jesucristo, este Niño Jesús que
nos nace, es el Amor de Dios encarnado)[1].
Ante la
inmensidad del amor de Dios hecho hombre, el Adviento deberíamos vivirlo desde
la contemplación y la acción de gracias al Padre; porque Jesús se hace uno de
nosotros, en todo, excepto en el pecado, él nos trae la salvación de parte del
Padre. La encarnación del Verbo es el gran regalo del Padre que se nos da en su
propio Hijo, para que en el Hijo, también nosotros seamos hijos por adopción y
coherederos con Cristo. (cf Rm 8, 14ss) El misterio de la encarnación, es tan
inmenso que sobrepasa toda capacidad humana. Solamente, desde la fe, el amor y
la adoración se puede “entrever”.
Celebrar
el Adviento significa estar convencido de la encarnación de Dios. Dios se hace
Hombre, y esto lo creo firmemente. Esta misma fe me lleva a creer que Dios
también se encarna en mi vida, y en la historia. El hecho histórico de la
encarnación de Dios, se realizo en el pasado, en el ayer; pero en el hoy, y en
el ahora, Dios se sigue encarnando, y si no vivo esta “encarnación”, no he
comprendido lo que significa vivir el Adviento. El adviento tiene que
ser un encuentro personal con Dios encarnado. Si así vivo el Adviento, la
Navidad la celebraré en toda su profundidad y plenitud.
ESPERA Y
ESPERANZA
La
significación más importante del Aviento es la espera de la venida del Hijo de
Dios. Por esto el Adviento es tiempo de espera y esperanza
confiada en Aquel que viene. ¡El Señor que llega, pero todavía no! Hemos de
esperar a su venida hasta el día de Navidad. ¡Él es nuestra esperanza! San
Pablo nos dice: “Pongamos nuestra esperanza en
el Dios vivo” (1Tm 4, 10). El Adviento, ¡es un canto
maravilloso de esperanza! Pero tal vez, primero, tengamos que preguntarnos:
¿qué es la esperanza para mí? y ¿qué es lo que espero? Y ¿a quién espero?
Digamos que
la esperanza es algo constitutivo al ser humano, porque sin ella la vida es muy
difícil; además, sin esperanza dejaríamos de ser persona. En todo ser humano,
por muy dolorosa y difícil que la vida sea, siempre se tiene un rayo de
esperanza en que “mañana será mejor”. La persona necesita constantemente tener
un hálito de esperanza, que le anime en su vivir y lucha diaria, para caminar
hacia un futuro mejor y más esperanzador. En el ser humano, la esperanza está
inscrita en lo más profundo de sus entrañas. Si nos remontamos a los tiempos
bíblicos, vemos cómo nuestros Padres en la fe, creyeron, contra toda esperanza,
en la Promesa de la Alianza. ¡Grande era su fe! Por esto, se han convertido,
para nosotros, en nuestros Padres en la fe, en testigos de la espera y
esperanza de Aquel que va a venir, el Mesías, el esperado de los tiempos. Ellos
no alcanzaron a ver lo que nosotros hemos visto y tocado: El Verbo hecho carne, el esperado de los
pueblo y anunciado por los Profetas. “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros y
vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de
verdad” (Jn 1, 14).
La espera y
la esperanza van unidas. Yo espero
porque tengo esperanza y tengo esperanza porque soy capaz de seguir esperando. Si
perdemos la capacidad de esperar, la esperanza “peligra”. ¿No será este el problema
de la sociedad de nuestros días? Se ha perdido la capacidad de espera, y con
ello también la esperanza; porque todo se ha de conseguir en seguida, al
minuto. Actualmente, todo es instantáneo, para ello basta tocar un botón en una
máquina y al instante te sale lo que has pedido, ¡ya estás servido! En nuestra
sociedad, la capacidad de espera no es muy ejercitada, y por esto, ante la
espera en seguida viene la protesta. Nadie puede esperar a nadie. Sin embargo,
la espera es muy necesaria, ella va unida a la paciencia, otra virtud en
decadencia y, a su vez, muy necesaria en la vida. “La paciencia todo lo
alcanza”. De esta falta de paciencia se deduce la poca capacidad de espera que,
en general, tenemos. Y, a la vez, constatamos lo necesaria que es. Porque si se
pierde la espera y esperanza, tanto sea a nivel personal como social, se corre
el riesgo de romperse, de hacerse añicos. Y una vez “rotos”, hechos “trizas”,
resulta difícil caminar y afrontar la realidad de nuestra vida diaria con las
dificultades que ella conlleva. La escucha de la Palabra de
Dios, la celebración litúrgica y la oración personal, a lo largo de las cuatro
semanas de Adviento, pueden ayudarnos a reavivar y renovar en nosotros la espera
y esperanza cristiana.
Caer en la
desesperanza es lo peor que nos puede pasar, porque en este caso, “algo muere”
en nosotros mismos, instalándose en nuestro corazón el desánimo, el desencanto,
la desilusión y hasta la pérdida del sentido de la vida. La pérdida de la
esperanza es un terreno muy propicio para caer en la depresión, o en otras
muchas enfermedades psicológicas; la desconfianza en la familia, en las
estructuras sociales, etc., incluso, lo que todavía es más grave, en la pérdida
de la fe. El Adviento, sin embargo, es todo lo contrario, él nos abre un camino
gozoso de esperanza y de salvación. El Salvador viene, está ya la puerta y nos
invita a preparar la “la posada” de nuestro corazón, acogerle con amor, y así
Jesús podrá encarnarse en ti.
La falta de
esperanza es una de las causas por la cual nuestra sociedad sufre tanto
desencanto, viviendo sumergida en tantos desequilibrios psicológicos y con
muchas adicciones buscando recompensas efímeras, de todo tipo; sin encontrar
razones fundamentales que le den sentido para vivir desde el gozo y la paz que
dan la fe y la esperanza en Dios. Dice el profeta Isaías: “Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas
como las águilas, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse” (Is 11,30).
Desde una
perspectiva cristiana, creer en Jesús es descubrir en Él la esperanza
fundamental de mi existencia humana, aquí y ahora; para luego, contemplarlo en
plenitud, cara a cara, y vivir plenamente en su Presencia. Si el cristiano
pierde la esperanza, de alguna manera pierde su propia identidad. El cristiano
es aquel que espera contra toda esperanza. “Necesitamos tener esperanzas
-más grandes o más pequeñas-, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin
la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta
gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede
proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar”[2].
Los
cristianos, discípulos de Jesús, estamos llamados a ser testigos y
heraldo de esperanza en medio de la sociedad, tan falta de ella. Los
cristianos no podemos mirar los acontecimientos históricos y personales con
ojos paganos, sino desde una visión de fe y de esperanza; porque en todos ellos
se encierra un porqué y un para qué. Tampoco podemos dejarnos influenciar por
corrientes y maneras de pensar materialistas y hedonistas. No, el cristiano
está llamado a reaccionar, a vivir desde una dimensión escatológica, unido a
Cristo; porque el fundamento de nuestra fe y esperanza es Él, y desde Él y con
Él podremos “sazonar” nuestro entorno,
nuestro mundo y nuestra historia con la “sal” de la esperanza. El fundamento de
nuestra esperanza es la fe en Jesucristo, pues si no tenemos fe, ¿cómo poder
esperar? Y ¿en quién confiar? La fe va muy unidad a la esperanza. “Sin
la esperanza se apaga el entusiasmo, la creatividad decae y mengua la
aspiración hacia los más altos valores” (Juan Pablo II).
Para
vivir desde una postura de espera y esperanza día tras día, necesitamos hacer un “alto” en el camino, que
nos ayude a vivir en silencio y oración; porque por nosotros mismos no
podemos alcanzar tales metas. La oración es la que
fortifica nuestra espera y alienta nuestra esperanza. Tengamos la certeza de
que la oración es la que da fecundidad
a nuestro ser y nuestro obrar como cristianos, y desde esta certeza intentemos,
a lo largo de la jornada, tener algún rato sólo para el Señor, en toda
gratuidad. San Agustín dirá: “Así,
nuestras palabras y obras, alimentadas por la oración, llenarán nuestros
hogares y todas nuestras relaciones de la fragancia de Dios y ayudarán a
transformar el mundo”. Sí, hoy nuestro mundo está muy necesitado de la
fragancia de Dios, de la fragancia que viene de la oración y de la esperanza.
Seamos, pues, hombres y mujeres capaces de transmitir esta fragancia de Dios, a
nuestros hermanos los hombres, tan hambriento como están de esperanza. “Porque nosotros, confiados en la promesa de Dios, esperamos unos cielos
nuevos y una tierra nueva, en los que habita la justicia” (2 Pdr 3, 13).
VELA
Y VIGILANCIA
Quiero citar
a Ángel Moreno que dice: “EL Adviento es como la noche de los tiempos, pero con la
seguridad de lo que ya ha acontecido. No se nos invita a un agotamiento
ascético por permanecer en vela, sin esperanza. A medianoche, cuando todo está
en silencio, nos visita la Palabra. A medianoche, en actitud de vigilia, sucede
la salida de la esclavitud. A medianoche se anuncia la llegada del esposo.
Quien madruga se encuentra con la Sabiduría sentada a la puerta”[3]. La finalidad de la vigilia es clara:
el encuentro con el esposo que viene en medio de la noche. “Velad, porque no
sabéis cuándo llegará el dueño de la casa, si al atardecer o a media noche, al
canto del gallo o al amanecer. No sea que llegue de improvisto y os encuentre
dormidos” (Mc 13, 35-36).
a)
¿Qué
significa estar en vela?
Estar en
vela significa estar presente a Dios y a sí mismo, sin “dormirse”, estando “despiertos”, viviendo la vida en
plenitud, sin caricaturas ni juegos que nos entretengan en un “insomnio” permanente, y cuando
venga el esposo nos encuentre dormidos como a las vírgenes necias. “Como el esposo tardaba en llegar, les entró
sueño a todas y se durmieron” (Mt 25, 6).
Estar en
vela nos exige vivir en verdad con nosotros mismos, con Dios y con los demás. Dentro
de nosotros se da el bien y el mal, estas dos “fuerzas” habitan juntas, a la
vez que son opuestas. Esta realidad nos exige velar constantemente, para que el
bien se anteponga al mal. Es decir, tenemos que potenciar el bien que hay en
nosotros y dejarle crecer. El bien es todo lo bueno que tenemos, los talentos
que Dios nos ha dado; los cuales tenemos que poner al servicio de los demás. El
mal, es todo movimiento interior, pasiones y deseos que nos llevar al egoísmo,
a ir en contra del amor a Dios, a mi mismo y a los hermanos. El mal que nos
habita hemos de controlarlo y poco a poco arrancarlo de raíz de nuestro
corazón. Esto se llama andar en verdad, vivir en postura de conversión constante,
porque la conversión no se consigue de una vez por todas; no, la conversión es
un camino diario, permanente, y constante. Velar, es convertirse. “Sé que Te
gusta venir inadvertidamente, pero el corazón puro, desde lejos, te sentirá,
Señor” (Santa Faustina Kowalska).
Esta es la verdadera conversión: la purificación del corazón. “Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Aquellos de corazón puro sienten con
prontitud la venida del Señor.
Estar en
vela, también exige estar preparados para recibir a Aquel que viene, ya que
desconocemos el día y la hora en que vendrá; pero sí que tenemos la certeza de su llegada. “Estad, pues, muy atentos porque no sabéis
ni el día y la hora de la venido del Hijo del hombre” (Mt 25,13).
Velar significa mirar la vida y las personas con delicadeza y
amor, para percibir en ellas y a través de ellas, las manifestaciones de Dios. Dios
se manifiesta constantemente; Él viene en cada momento, disfrazado de mil
maneras. Por esto nuestra actitud de vela y vigilancia, debe ser como la de la
novia que espera al novio, atenta al menor “ruido” que pueda anunciar la
llegada de aquel que su corazón ama. Esto lo vemos maravillosamente expresado
en la Biblia, especialmente en el Cantar de los Cantares. “Yo dormía, pero mi corazón velaba” (Cant 5,2).
El amor es
la motivación más fuerte y profunda que nos lleva a mantenernos en vela y
vigilancia. Pensemos en una madre ante su hijo enfermo, su gran amor por el
hijo es lo que la mantiene en vela. También los místicos y los santos, para
quienes esta actitud de vigilancia y espera es fundamental. En ellos La fuerza
del amor es mucho más fuerte que el sueño. Vivamos con ilusión de enamorados nuestra vocación cristiana, ésta
es la mejor manera de estar despiertos y vigilantes para cuando llegue el
Esposo y llame a nuestra puerta abrirle con júbilo. “Mira que estoy a la
puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y
cenaré con él y él conmigo” (Ap. 3,20). Dios es un apasionado del ser
humano, somos sus hijos, y lo que Él desea ardientemente es vivir en intimidad
con cada uno de nosotros. “Mis delicias
es estar con los hijos de los hombres” (Prov 8,31). Aprendamos, pues, a vivir
desde la profundidad a la que estamos llamados, como hijos de Dios que lo somos,
y abramos las puertas de nuestro corazón, de par en par, para que Él pueda
entrar y cenar con nosotros. ¿Qué mejor huésped podemos tener? Y ¿qué mejor manera de vivir el Adviento
que estando en compañía con Aquel que llama a nuestra puerta y quiere cenar con
nosotros? Es decir, entablar una relación de dialogo y de amistad.
Para
profundizar la idea de velar veamos lo que Benedicto XVI dice: “¡Velad!, este es el llamamiento de Jesús en
el Evangelio del 1er domingo de Adviento. Jesús lo dirige no sólo a sus
discípulos, sino a todos: “¡Velad!” (Mt 13,37). Es una llamada saludable a
recordar que la vida no tiene sólo la dimensión terrena, sino que está
proyectada hacia un “más allá”,
como una pequeña planta que germina en la tierra y se abre hacia el cielo. Una
planta pensante, el hombre, dotada de libertad y responsabilidad, por lo que cada uno de
nosotros será llamado a rendir cuentas de cómo ha vivido, de cómo ha usado las
propias capacidades: si las ha conservado para sí o si las ha hecho fructificar
también para el bien de los hermanos. El Tiempo de Adviento viene cada año a
recordarnos esto para que nuestra vida reencuentre su justa orientación hacia
el rostro de Dios. El rostro no de
un “amo”, sino de un Padre y de un Amigo”[4].
El tercer
punto: un adviento solidario, es decir,
el Adviento nos exige ser solidarios con los más necesitados, con los que
sufren por diferentes causas. A la esperanza y vela tenemos que añadir
la solidaridad. Recordemos las palabras de Jesús: “cada vez que lo hicisteis
a uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,34). El
criterio del juicio final es: “Tuve hambre y me disteis de comer” (Mt
25, 39s). Si Dios es el centro de
nuestra vida, el prójimo, el hermano, tiene que estar junto a Dios, no
podemos separarlo. “Si alguno dice: “amo
a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano
a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20). ¡No cabe
separación entre Dios y el hermano! La exigencia cristiana es clara y
contundente; la generosidad de Dios es tan inmensa, que antepone el amor al
prójimo, por encima del amor a él mismo, dándonos a su propio Hijo. Dios tiene
entrañas de padre y de madre, y quiere que vivamos como hermanos de un mismo
Padre, siendo solidarios y cariñosos unos con otros. ¡Qué maravilla si
realmente viviésemos el amor de hermanos! Dios es realmente como una madre que
se goza cuando entre los hermanos reina el cariño, la armonía, la ayuda mutua,
la fraternidad. Animados, pues, de este espíritu fraterno, aún sabiendo que no
es fácil de vivirlo; intentemos hacer aquello que está a nuestro alcance, y
pidamos a nuestro Padre que nos conceda la gracia de ser solidarios los unos
con los otros amándonos como Él nos ama.
El Adviento,
a nosotros, los cristianos, nos exige ser solidarios con aquellos hermanos que
viven en la intemperie económica, cerca de la desesperación; con aquellos que
van por el mundo sin rumbo ni proyecto alguno. Ser cristiano es llevar, unidos
a Cristo, el mundo entero en nuestra oración y presentarlo al Señor para que
envíe su Espíritu con fuerza y renueve el corazón de los hombres y las
estructuras de nuestra sociedad; muchas de ellas, tan contrarias a los
verdaderos valores humanos y cristianos, marcadas fuertemente por el pecado.
Pensemos en tantas injusticias como se dan en todos los campos, tantos derechos
humanos no respetados y pisoteados; a la esclavitud moderna: trata de mujeres,
de niños, trabajos denigrantes y mal pagados; prevaleciendo por encima del
hombre el capitalismo tirano y salvaje que esclaviza al ser humano de mil
maneras. La falta de ética de algunas personas, instituciones y organismos, sin
escrúpulo alguno; unido a tanto fraude y corrupción; llevando a la sociedad al
caos de pobreza y miseria que estamos viviendo. Pero pese a este cuadro, un
tanto deprimente, los cristianos no tenemos que dejarnos abatir, porque la
esperanza es más fuerte que el mal; y
un mundo mejor, donde reine la verdad,
la honradez y la justicia, es posible. Claro está, con nuestra colaboración, ya
que todos somos actores y responsables de la historia. Nadie puede decir que
está limpio de pecado ni que hacer todo lo que podría por construir un mundo
mejor. “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín). No podemos
cruzarnos de brazos, simplemente haciendo un análisis de la situación, sino actuar
en consecuencia desde el Evangelio, y con el Evangelio denunciar lo
denunciable.
En la
homilía del miércoles 4, diciembre, el papa Francisco comentando la repartición
de los panes de Mt 15,29-37 dice: “Una palabra clave de la que no debemos tener
miedo es “solidaridad”, o sea, saber poner a disposición de Dios lo que
tenemos, nuestras humildes capacidades, porque sólo compartiendo, sólo en el
don, nuestra vida será fecunda, dará fruto. Solidaridad: ¡una palabra malmirada
por el espíritu mundano!” A los cristianos, nos
toca esforzarnos y sembrar ese grano de trigo solidario, que ayude a formar una
sociedad más justa, donde el amor y el compartir de unos con otros sea posible,
como dice el refrán: “Un grano no hace granero pero ayuda al compañero”. Desde
esta colaboración y deseos fraternos de ser solidarios los unos a los otros,
seguro que la Navidad será distinta, tanto en nuestras familias, como en
nuestra comunidad parroquial y sociedad, porque donde reina el compartir y el
amor, allí está Dios, allí nace el Emmanuel y es Navidad. Dios nace allí donde
la humanidad crece, y la humanidad crece allí donde nace Dios.
CONCLUSIÓN
Si
conseguimos vivir el Adviento desde una dimensión orante y contemplativa, en
acción de gracias al Padre por la encarnación de su Hijo, en actitud de espera
y esperanza, con un corazón vigilante y solidario, amando a los hermanos y
creando fraternidad; podremos celebrar la Navidad con armonía gozosa y
esperanzada de que un mundo mejor es posible y de que el Emmanuel ha nacido en
nuestros corazones y en nuestro mundo.
¿Cómo no
terminar recordando a la Virgen María, la humilde hija de Israel, la hija de
Sión que cantan los profetas, cuya
belleza admira el mismo Dios, “la bendita entre todas las mujeres”,
aquella que “todas las generaciones llamarán bienaventurada” (Lc 1, 4) y
que desde su humildad y recogimiento contemplativo nos acompaña en este tiempo
de Adviento? A su protección maternal nos confiamos. “Madre de la esperanza, mantén el
ritmo de nuestra espera”.
Puntos
para reflexión y oración personal
ü
¿Se puede decir que mi vida espera algún Advenimiento?
ü
¿Reflexiono realmente cómo es mi espera y esperanza?
ü
¿Camino hacia algún lugar, con alguna meta concreta?
ü
¿Qué lugar tiene en mi vida la oración?
ü
¿Creo en su poder transformador, tanto personal, como de la
sociedad?
ü
¿Soy solidario? ¿Tengo sentido de compartir?
Sor Carmen
Herrero Martínez